domingo, 17 de agosto de 2008

Lección de amor

"- ¿Te agradaría que te dejasen atrás porque tuvieras miedo? No quiere saltar al río porque antes nunca hizo nada parecido. ¿Qué pretendes?
- Sólo quise decir... Ayla, no es más que un lobo. Los lobos siempre cruzan los ríos. Solamente necesita una razón para zambullirse. Si no nos alcanza volveremos a buscarlo. No pretendí decir que íbamos a abandonarlo aquí.
- No hace falta que te preocupes. Iré a buscarlo ahora mismo - dijo Ayla, dando la espalda al hombre e instando a Whinney a entrar en el agua.
El joven lobo no dejaba de gemir y olfatear las huellas dejadas en el suelo por los cascos de los caballos, y miraba a las personas y los caballos que se encontraban al lado opuesto de la corriente. Ayla volvió a llamarlo, cuando la yegua entró a la corriente. En mitad de camino, Whinney sintió que el suelo cedía y relinchó alarmada, tratando de encontrar una base más firme.
- ¡Lobo! Ven aquí, Lobo! ¡No es más que agua! ¡Vamos Lobo! ¡Entra! - gritó Ayla, en un intento de atraer al río que discurría entre remolinos al animal joven y aprensivo. Luego se deslizó del lomo de Whinney y decidió nadar hasta la empinada orilla. Finalmente, Lobo reunió valor y se zambulló. Cayó con un fuerte chapoteo y empezó a nadar hacia ella.
- ¡Eso es! ¡Muy bien, Lobo!
Whinney luchaba por hacer pie y Ayla, con el brazo alrededor del Lobo, trataba de llegar a la yegua. Jondalar ya estaba allí, hundido en el agua hasta el pecho, tranquilizando a la yegua y acercándose a Ayla. Todos juntos llegaron a la otra orilla.
- Será mejor que nos demos prisa si queremos recorrer hoy un poco de terreno -dijo Ayla, los ojos todavía coléricos mientras montaba de nuevo a la yegua.
- No -dijo Jondalar, reteniéndola-. No partiremos antes de que te hayas cambiado de ropa. Y creo que habría que cepillar a los caballos para secarlos, y quizás también a ese lobo. Hoy ya hemos viajado bastante. Esta noche acamparemos aquí. Me llevó cuatro años para retornar; pero, Ayla, quiero llevarte sana y salva.
Cuando Ayla le miró, la expresión de inquietud y amor en los ojos intensamente azules de Jondalar disipó los últimos vestigios de la cólera que había experimentado. Extendió la mano hacia él, mientras Jondalar inclinaba la cabeza hacia ella, y Ayla sintió la misma increíble maravilla que la había embargado la primera vez que él había unido sus labios a los de ella, enseñándole lo que era un beso. Una alegría inenarrable llenó todo su ser al darse cuenta de que viajaba con él, regresaba al hogar con él. Le amaba más de lo que era capaz de expresar, su amor incluso era más fuerte ahora, después del prolongado invierno, cuando había llegado a creer que Jondalar ya no la amaba y que se marcharía sin ella.
Jondalar había temido por ella cuando regresó al río y ahora la apretaba contra su cuerpo, abrazándola. La amaba más de lo que jamás había creído posible amar a alguien. Antes de Ayla, él no sabía que podía llegar a amar tanto. En cierta ocasión casi la había perdido. Aquella vez estaba seguro de Ayla continuaría junto al hombre moreno de los ojos vivaces, y ahora no podía soportar la idea de perderla de nuevo.
Con dos caballos y un lobo como compañero, en un mundo donde antes hubiera sido impensable la posibilidad de domesticar tales animales, un hombre estaba solo, con la mujer que amaba, en medio de una vasta y fría pradera, en la que abundaban animales muy diferentes y en donde casi no había existencia humana, proyectando un viaje que se extendía a través de un continente. Sin embargo, a veces el mero pensamiento de que ella pudiera sufrir algún daño le abrumaba tan intensamente que casi se le cortaba la respiración. En esos momentos deseaba unirse eternamente a Ayla en un estrecho abrazo."

Auel, Jean M. Las Llanuras del Tránsito. De la serie los hijos de la tierra.

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